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El Camino al Colapso: Una Visualización Interactiva de la República Romana
Explora los eventos, las crisis y las figuras clave que llevaron a la caída de la República y el nacimiento del Imperio.
Línea de Tiempo de la Crisis Republicana
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El Intento Bizantino de Reconquistar Hispania (552–624): Entre la Roma de Oriente y el Reino Visigodo
Introducción
La llamada “reconquista bizantina” de Hispania, emprendida por el Imperio romano de Oriente bajo el emperador Justinian o I (527–565), constituye uno de los episodios más singulares de la Antigüedad tardía en la Península Ibérica. En un tiempo en el que los visigodos trataban de consolidar su hegemonía, el Mediterráneo occidental fue escenario de la ambiciosa política imperial bizantina conocida como la Renovatio Imperii, cuyo objetivo era restaurar la unidad territorial del Imperio romano.
La presencia bizantina en Hispania (552–624) no fue simplemente militar, sino también política, religiosa y cultural, generando un choque de legitimidades entre Constantinopla y Toledo. Este ensayo explora las causas, el desarrollo y el final de esa presencia oriental en la península.
I. Contexto: la política de Justiniano y la Renovatio Imperii
El emperador Justiniano impulsó un ambicioso programa de reconquista territorial. Tras recuperar África del norte (533–534) de los vándalos y conquistar gran parte de Italia (535–553) arrebatándola a los ostrogodos, su mirada se dirigió hacia Hispania.
La motivación era triple:
Geoestratégica: control del Mediterráneo occidental, asegurando las rutas entre África, Italia y Constantinopla.
Política: debilitar al reino visigodo, considerado bárbaro e ilegítimo.
Religiosa: expandir la ortodoxia calcedoniana frente a los visigodos arrianos.
La península, en el siglo VI, se hallaba dividida:
Los visigodos buscaban imponerse desde Toledo.
Los suevos aún subsistían en Galicia.
Las ciudades mediterráneas mantenían vínculos comerciales con Bizancio.
Este mosaico facilitó la intervención bizantina.
II. El desembarco bizantino en Hispania (552)
La entrada bizantina se produjo en torno al 552, con un desembarco en el sureste peninsular. Según fuentes como Juan de Biclaro e Isidoro de Sevilla, Bizancio recibió el apoyo de facciones hispanorromanas descontentas con el poder visigodo, especialmente en la Bética y la Carthaginensis.
Se ha debatido si existió un acuerdo previo entre el emperador Justiniano y el rebelde visigodo Athanagild, que se enfrentaba al rey Agila I (549–554). Lo cierto es que los bizantinos, con el beneplácito de Athanagild, lograron establecerse en plazas estratégicas.
III. La Provincia de Spania
Las conquistas dieron lugar a la creación de una nueva provincia imperial: la Spania, bajo administración bizantina directa. Su extensión era reducida pero estratégica:
Málaga y la costa bética.
Cartagena (Carthago Spartaria), convertida en capital de la provincia.
Ciudades de la costa levantina y sur: Asidonia (Medina Sidonia), Acci (Guadix), Illici (Elche), Begastri (Cehegín).
La Spania bizantina no fue un territorio continuo, sino una franja costera. Su control marítimo les otorgaba gran poder, aunque el interior permanecía bajo dominio visigodo.
IV. Rivalidad con los visigodos
Durante setenta años, Bizancio y el reino visigodo mantuvieron un equilibrio inestable.
Los visigodos consideraban la presencia bizantina una usurpación de su soberanía peninsular.
Los bizantinos se proclamaban restauradores del Imperio legítimo.
Los choques militares fueron frecuentes:
Bajo Leovigildo (568–586), los visigodos recuperaron plazas en la Bética y hostigaron sin descanso las posiciones bizantinas.
Sin embargo, los bizantinos mantuvieron Cartagena y Málaga como bastiones.
El conflicto se insertaba en un juego de poder mediterráneo: mientras Constantinopla se enfrentaba a persas sasánidas y ávaros, Hispania era un frente secundario pero simbólicamente crucial.
V. Aspectos políticos y religiosos
La presencia bizantina también fue una herramienta religiosa. Al imponer la ortodoxia calcedoniana, Bizancio ofrecía refugio a comunidades católicas frente al arrianismo visigodo. Esto permitió que algunos sectores hispanorromanos prefiriesen la autoridad bizantina.
No obstante, con la conversión de los visigodos al catolicismo bajo Recaredo I en el III Concilio de Toledo (589), el argumento religioso perdió fuerza. Desde entonces, la lucha contra los bizantinos se transformó en una guerra de legitimidad política.
VI. La ofensiva final visigoda
El golpe definitivo contra la Spania bizantina lo dieron los reyes visigodos a comienzos del siglo VII:
Sisebuto (612–621): lanzó una ofensiva decisiva contra las plazas bizantinas, conquistando Cartagena y avanzando hacia el Levante. Su política combinó poder militar y una ideología católica militante que minaba la legitimidad bizantina.
Suintila (621–631): completó la conquista en torno al 624, eliminando la última guarnición bizantina y proclamándose “primer monarca que gobernó toda Hispania”.
Así terminó la presencia bizantina en la península, tras setenta años de resistencia.
VII. Legado y significación histórica
Aunque breve, la experiencia bizantina en Hispania dejó una profunda huella:
Geopolítica: reforzó la proyección mediterránea de Bizancio, aunque a costa de sobreextenderse frente a persas y eslavos.
Visigodos: estimuló la centralización del reino y la figura de Toledo como capital unificadora.
Religión: aceleró el proceso de conversión visigoda al catolicismo.
Cultura material: restos arqueológicos en Cartagena, Málaga o Cehegín muestran influencias arquitectónicas y monetarias bizantinas.
Memoria histórica: el recuerdo de la Spania bizantina anticipa la idea de Hispania como unidad política y preludia la tensión entre poderes externos y la identidad peninsular.
Conclusión
El intento bizantino de reconquistar Hispania fue un capítulo de la Renovatio Imperii justinianea que, aunque fracasó militarmente, transformó el equilibrio peninsular. Durante setenta años, la Spania bizantina fue un recordatorio de que el Imperio romano aún aspiraba a recuperar Occidente.
Su derrota final frente a los visigodos no solo significó el fin de la presencia romana en Hispania, sino que consolidó al reino visigodo como heredero político y religioso de toda la península. En ese sentido, la lucha bizantino-visigoda fue un episodio decisivo en el tránsito de la Antigüedad tardía a la Edad Media hispánica.
Fuentes y Bibliografía
Isidoro de Sevilla. Historia de regibus Gothorum, Vandalorum et Suevorum.
Pocas dinastías en la historia de la humanidad han dejado una huella tan profunda y duradera como los Han (206 a.C. – 220 d.C.). No es casualidad que, aún hoy, la mayoría de los chinos se denominen a sí mismos como “el pueblo Han” (Hanren), ni que el idioma mandarín estándar sea llamado “lengua Han” (Hanyu). Esta denominación revela la magnitud del legado: los Han no fueron únicamente gobernantes de un periodo concreto, sino arquitectos de una identidad civilizatoria que sobrevivió al tiempo, a las invasiones extranjeras y a la fragmentación política.
Cuando los cronistas europeos del siglo XIX se referían a China como el “Imperio Celeste”, estaban, consciente o inconscientemente, evocando un modelo imperial que en buena medida había sido codificado en la época Han: centralización política, legitimación cultural mediante el confucianismo, una burocracia meritocrática, un horizonte geográfico continental y una proyección económica internacional a través de la Ruta de la Seda.
Para comprender la dimensión de este imperio, es necesario sumergirse en su origen, en sus transformaciones, en sus tensiones internas y en su capacidad de irradiar un legado que aún estructura la China contemporánea.
I. El nacimiento de un imperio tras la sombra del Qin
El surgimiento de la Dinastía Han no puede entenderse sin el precedente inmediato del primer unificador de China, Qin Shi Huangdi (221–210 a.C.), cuya dureza administrativa y obsesión por el control total sentaron las bases de la centralización, pero también desataron un rechazo masivo. La caída de los Qin en el 206 a.C., apenas quince años después de su fundación, abrió una época de caos en la que diversas facciones lucharon por el poder.
Entre los contendientes destacó un personaje insólito: Liu Bang (más tarde emperador Gaozu), de extracción campesina y sin abolengo aristocrático, que supo ganarse el apoyo de soldados, campesinos y funcionarios menores. Frente a su rival Xiang Yu, un general aristócrata carismático pero brutal, Liu Bang encarnaba la astucia y la capacidad de negociación. Tras la victoria en la batalla de Gaixia (202 a.C.), fundó la Dinastía Han.
Este origen tuvo un profundo significado simbólico: el poder imperial no pertenecía exclusivamente a una casta guerrera hereditaria, sino que podía surgir del pueblo. Sin embargo, con el tiempo, los Han se encargaron de consolidar una aristocracia propia, aunque más integrada en la administración que en el linaje.
II. La arquitectura política: del legalismo al confucianismo
Los Han heredaron la maquinaria burocrática del Qin, pero comprendieron que un imperio de tal magnitud no podía sostenerse solo con el miedo y la disciplina. Era necesario un sistema moral que legitimara la obediencia y diera cohesión a la sociedad. Aquí aparece la figura decisiva del confucianismo.
El emperador Wu (Han Wudi, 141–87 a.C.) institucionalizó el confucianismo como doctrina oficial. Los Cinco Clásicos se convirtieron en textos canónicos, estudiados por funcionarios y citados en decretos.
El confucianismo no solo ofrecía un código ético, sino también una cosmovisión jerárquica: el emperador como “Hijo del Cielo” (Tianzi), garante del orden universal y del “Mandato del Cielo” (Tianming).
A diferencia del Qin, que había intentado erradicar los libros y uniformar el pensamiento, los Han fomentaron un ideal de armonía entre ley (fa), moral (li) y deberes sociales.
El resultado fue un sistema híbrido: la disciplina legalista siguió existiendo en la burocracia y el ejército, pero la moral confuciana impregnó la legitimación del poder y las relaciones sociales. Esta síntesis explica la longevidad del modelo imperial chino hasta 1911.
III. Economía, tecnología y sociedad: la riqueza de un imperio
La base económica del imperio Han fue la agricultura campesina. Los impuestos se cobraban en grano, y el Estado exigía a las familias trabajos obligatorios (corveas) en canales, murallas y caminos. Sin embargo, la producción agraria se complementó con un notable dinamismo comercial.
Monopolios estatales: el hierro, la sal y posteriormente el alcohol fueron controlados por el gobierno para financiar las campañas militares y limitar el poder económico de particulares.
Ruta de la Seda: a través de Asia Central, los Han exportaron seda, laca y hierro, mientras recibían caballos, piedras preciosas, especias y, de manera indirecta, productos mediterráneos. El geógrafo chino Zhang Qian, enviado en misión diplomática en el siglo II a.C., abrió las puertas de estos contactos.
Tecnología: durante los Han se inventó el papel (atribuido a Cai Lun en el 105 d.C.), se perfeccionaron los sismógrafos, se avanzó en fundición de hierro con altos hornos y se introdujo el uso de moldes para fundición masiva de herramientas.
En lo social, la jerarquía estaba claramente definida:
Emperador y corte
Nobleza terrateniente y burócratas
Campesinos (considerados la base de la economía y moralmente valorados en la ética confuciana)
Artesanos y comerciantes (necesarios, pero menospreciados culturalmente por “vivir del intercambio”)
Esclavos y marginados
IV. Cultura, ciencia y pensamiento: el esplendor de los Han
Los Han no fueron solo un imperio militar y económico, sino también un laboratorio cultural.
Historiografía: el gran historiador Sima Qian (145–86 a.C.) escribió el Shiji (Registros del Gran Historiador), una obra monumental que abarca desde los mitos fundacionales hasta su propio tiempo. Su método narrativo, que combina documentos oficiales con juicios personales, sentó las bases de la historiografía china.
Medicina: se recopilaron tratados como el Huangdi Neijing (Clásico de la Medicina Interna del Emperador Amarillo), que sistematizó teorías sobre el cuerpo, la energía vital (qi) y la acupuntura.
Astronomía: los Han refinaron los calendarios y observaron con detalle cometas, eclipses y supernovas (la primera registrada en el 185 d.C.).
Arte y materialidad: los entierros de Mawangdui (siglo II a.C.) muestran la riqueza material y espiritual de la élite Han: sedas pintadas, textos médicos, cartas políticas y objetos rituales.
La cultura Han fue también sincrética: absorbió elementos taoístas, confucianos y legalistas, creando un marco en el que coexistían la ética moral, la práctica ritual y la búsqueda de inmortalidad.
V. La expansión militar y las fronteras
El emperador Wu llevó a cabo un ambicioso programa expansionista:
Contra los xiongnu: confederación nómada de la estepa septentrional, a la que combatió con campañas costosas pero decisivas, consolidando el control en Mongolia Interior y el corredor de Gansu.
Hacia el oeste: se establecieron contactos diplomáticos con reinos de Asia Central como el de Bactria, abriendo la Ruta de la Seda.
Hacia el sur: se incorporaron regiones del actual Vietnam, Guangdong y Guangxi, integrando territorios subtropicales en el imperio.
Hacia Corea: se establecieron comandancias militares que garantizaron la influencia china en la península.
Los Han no solo construyeron un imperio agrícola, sino también uno fronterizo, en constante interacción con pueblos nómadas, lo que obligó a desarrollar una estrategia diplomática conocida como heqin (alianzas matrimoniales entre princesas chinas y jefes bárbaros).
VI. Crisis, rebeliones y colapso
El esplendor Han escondía tensiones profundas:
Concentración de tierras en manos de grandes terratenientes, lo que despojaba a los pequeños campesinos y reducía la base fiscal.
Corrupción burocrática y creciente poder de los eunucos de palacio, que controlaban el acceso al emperador.
Movimientos mesiánicos campesinos, como la rebelión de los Turbantes Amarillos (184 d.C.), inspirados en el taoísmo popular, que buscaban restaurar la armonía cósmica.
Debilitamiento militar por las campañas costosas contra los nómadas y por las guerras internas.
En el año 220 d.C., el último emperador Han, Xian, abdicó bajo la presión del caudillo Cao Pi. China entraba en el periodo de los Tres Reinos (220–280), una de las etapas más convulsas y, a la vez, más recordadas de la historia china.
VII. Han y Roma: dos imperios espejo
La comparación entre el Imperio Han y el Imperio Romano ha fascinado a los historiadores modernos (Scheidel, 2009; Loewe, 1986). Aunque separados geográficamente, presentan notables paralelismos:
Duración: ambos surgieron a finales del siglo III–II a.C. y alcanzaron su apogeo entre los siglos I a.C. y II d.C.
Extensión territorial: cada uno gobernó a decenas de millones de habitantes y a una diversidad cultural sin precedentes.
Infraestructura: Roma con sus calzadas, China con sus carreteras y canales; ambas redes buscaban integrar regiones distantes.
Economía: Roma dependía del Mediterráneo y la esclavitud; China, de la agricultura campesina y el comercio asiático.
Identidad: mientras Roma legó el concepto de “ciudadanía” y el derecho, los Han forjaron una identidad étnico-cultural que aún pervive.
Ambos imperios, sin embargo, colapsaron por dinámicas internas similares: concentración de tierras, rebeliones sociales, corrupción administrativa y presión en las fronteras.
VIII. Legado
La Dinastía Han dejó huellas imborrables:
La consolidación del confucianismo como ideología oficial.
La definición de la identidad Han, que aún marca a la mayoría de los chinos.
La Ruta de la Seda, que convirtió a China en un actor global.
El papel, que revolucionó la escritura y la transmisión cultural.
La idea de un imperio centralizado, meritocrático y legitimado moralmente, que sobrevivió hasta la caída del último emperador en 1911.
Conclusión
La historia de la Dinastía Han es la historia de cómo China se transformó de una unificación reciente y frágil en una civilización madura, consciente de sí misma y capaz de proyectarse más allá de sus fronteras. Es la historia de un imperio que, como Roma en Occidente, se convirtió en referente ineludible para generaciones posteriores.
Los Han construyeron algo más que un Estado: edificaron un modelo de mundo. Por ello, hablar de los Han no es hablar solo de un pasado remoto, sino de la raíz viva de la China contemporánea.
📚 Fuentes utilizadas:
Loewe, Michael. The Cambridge History of China: Volume I, The Ch’in and Han Empires. Cambridge University Press, 1986.
Twitchett, Denis & Fairbank, John K. The Cambridge History of China, Vol. 1: Han Empire and Its Antecedents. Cambridge University Press, 1986.
Mark Edward Lewis. The Early Chinese Empires: Qin and Han. Harvard University Press, 2007.
Sima Qian. Shiji (Registros del Gran Historiador). Traducciones varias.
Scheidel, Walter (ed.). Rome and China: Comparative Perspectives on Ancient World Empires. Oxford University Press, 2009.
El Saqueo Galo y la Reorganización de Roma (390–338 a.C.)
Introducción
El siglo IV a.C. fue decisivo en la historia de Roma. La ciudad, aún en consolidación tras haber instaurado la República, sufrió uno de los traumas más profundos de su existencia: la invasión de los galos y el saqueo del 390 a.C. Este episodio no solo marcó la memoria colectiva romana, sino que también se convirtió en un punto de inflexión en la organización militar, social y política de la ciudad. La reacción romana, encabezada por figuras como Marco Furio Camilo, permitió a Roma no solo recuperarse del desastre, sino proyectarse con mayor fuerza en el escenario itálico.
1. El Saqueo Galo: causas y desarrollo
En torno al 390 a.C. (aunque Tito Livio menciona el 387 a.C.), un contingente de galos senones liderados por Breno atravesó los Apeninos y se enfrentó a los romanos en la batalla de Alia, junto al río del mismo nombre. El ejército romano fue derrotado de manera humillante y la ciudad quedó prácticamente indefensa.
Los galos entraron en Roma y la saquearon, salvo la colina Capitolina, donde los defensores resistieron. De este episodio surge la célebre anécdota de las ocas del Capitolio, que alertaron a los defensores de un ataque nocturno. Finalmente, los romanos acordaron pagar un elevado rescate en oro para que los invasores abandonaran la ciudad. La frase atribuida a Breno, “Vae victis!” (“¡Ay de los vencidos!”), refleja el trauma cultural de este episodio.
2. Reconstrucción y reformas tras el desastre
El saqueo no destruyó a Roma, pero sí evidenció su vulnerabilidad. En consecuencia, se emprendieron reformas estructurales:
Urbanas: reconstrucción de murallas más sólidas (las murallas servianas).
Militares: reestructuración de la legión, con mayor disciplina y capacidad de maniobra.
Políticas: fortalecimiento de las magistraturas republicanas y del Senado, con un mayor control sobre la organización de la defensa.
El personaje central de este proceso fue Marco Furio Camilo, nombrado dictador en varias ocasiones. Aunque su figura se mueve entre la historia y la leyenda, se le atribuye la reestructuración del ejército y la recuperación del prestigio romano frente a etruscos y volscos.
3. La Guerra Latina y la supremacía sobre el Lacio
Tras recuperarse del saqueo, Roma se enfrentó a un nuevo desafío: la resistencia de las ciudades latinas, que buscaban mayor autonomía frente a Roma. El conflicto culminó en la batalla del Lago Regilo (499 a.C., en la tradición mítica) y, sobre todo, en la guerra contra la Liga Latina (340–338 a.C.), que terminó con la victoria romana.
"(La victoria en el Lago Regilo significó el cierre de la puerta a los reyes depuestos y el comienzo de la hegemonía romana en el Lacio. Se firmó el Foedus Cassianum, una alianza entre Roma y la Liga Latina para la mutua defensa y el reparto de los botines de guerra.) "
Roma no se limitó a imponer tributos: creó un sistema innovador de alianzas. Las ciudades latinas fueron incorporadas como aliados federados (socii), lo que significaba que conservaban cierta autonomía interna, pero estaban obligadas a aportar tropas a Roma. Este modelo, más flexible que una anexión directa, permitió a Roma ampliar su base militar y política sin generar un rechazo masivo.
4. Consecuencias históricas
El saqueo galo y la posterior recuperación marcaron una etapa de madurez en la historia de Roma:
Se afianzó la idea de que Roma era capaz de superar cualquier crisis.
Se consolidó un modelo militar disciplinado, que más adelante sería decisivo contra los samnitas y cartagineses.
Nació el sistema de alianzas que se convertiría en la base de la expansión romana en Italia y, posteriormente, en el Mediterráneo.
Conclusión
El saqueo galo del 390 a.C. fue más que una derrota militar: fue un mito fundacional del espíritu de resistencia romano. El miedo a los galos se mantuvo durante siglos, pero el aprendizaje del desastre sirvió para forjar una Roma más fuerte y pragmática. La reorganización emprendida tras este episodio permitió a la República transformar la derrota en una plataforma de expansión.
Bibliografía
Cornell, T. J. The Beginnings of Rome: Italy and Rome from the Bronze Age to the Punic Wars (c.1000–264 BC). Routledge, 1995.
Livio, Tito. Ab Urbe Condita, Libros V–VI.
Forsythe, G. A Critical History of Early Rome. University of California Press, 2005.
Beard, M. SPQR: A History of Ancient Rome. Profile Books, 2015.
Scullard, H. H. A History of the Roman World 753–146 BC. Routledge, 1980.
El capítulo examina en detalle la lucha de órdenes en la Roma republicana temprana (siglos V–III a.C.), un proceso de transformación política y social que marcó la consolidación de la República. En un inicio, el poder quedó en manos de los patricios, descendientes de las antiguas gentes fundadoras, quienes monopolizaban el acceso a las magistraturas, los ritos religiosos y el control de las tierras públicas. Frente a ellos, la plebe —un conjunto heterogéneo de campesinos, artesanos, comerciantes y pequeños propietarios— fue marginada del poder político y sometida a abusos como la deuda servil y la arbitrariedad judicial.
La respuesta plebeya fue la secesión del Monte Sacro (494 a.C.), que obligó a los patricios a reconocer el tribunado de la plebe, institución protectora con derecho de veto. Posteriormente, la presión plebeya derivó en la redacción de la Ley de las XII Tablas (451–450 a.C.), primer corpus legal romano escrito, que limitó la discrecionalidad aristocrática. En los siglos siguientes, nuevas conquistas sociales abrieron gradualmente a los plebeyos el acceso al consulado, a los sacerdocios y al Senado, aunque en condiciones siempre negociadas.
La culminación del proceso llegó con la Lex Hortensia (287 a.C.), que otorgó a los plebiscita fuerza de ley obligatoria para toda la comunidad romana, equiparando formalmente a la plebe con el patriciado en el plano legal. No obstante, el resultado no fue una democracia popular plena, sino la formación de una nobilitas, una nueva élite mixta de patricios y plebeyos enriquecidos que acaparó los principales cargos políticos.
La lucha de órdenes, más que una revolución, fue una negociación constante, que aseguró la estabilidad de Roma al integrar a amplios sectores sociales en su sistema político, al tiempo que consolidó una estructura jerárquica dominada por una aristocracia renovada. Esta dinámica, que unió conflicto y consenso, sería decisiva para el éxito de Roma en su expansión por Italia y, posteriormente, por el Mediterráneo.
Un saludo de Viajero en el Tiempo
domingo, 24 de agosto de 2025
El segundo capítulo aborda el tránsito de Roma desde la monarquía hasta la instauración de la república (509 a.C.), un proceso envuelto en narraciones míticas pero con claros fundamentos sociales y políticos. Se analiza la expulsión de Tarquinio el Soberbio (interpretada por la tradición como la consecuencia del ultraje a Lucrecia, aunque en realidad vinculada a tensiones entre la aristocracia y el poder regio) y la instauración de un nuevo sistema de magistraturas anuales (los cónsules), que limitaban la concentración de poder.
El texto examina cómo este cambio no fue una revolución democrática inmediata, sino una transformación dominada por las élites patricias, que consolidaron su autoridad frente a la figura del rey. Sin embargo, la exclusión de amplios sectores de la población provocó conflictos sociales, originando la “lucha de órdenes”. En este contexto se analiza el papel del Senado, la función de los comicios y las primeras magistraturas republicanas (cónsules, pretores, cuestores), así como la importancia de la religión como garante de legitimidad política.
El capítulo estudia también la tensión entre tradición y modernidad: por un lado, se mantuvieron instituciones heredadas del periodo monárquico (como el Senado o la auspicia religiosa), mientras que por otro, emergieron nuevos mecanismos de control como el principio de colegialidad y la temporalidad de los cargos. Se presta atención especial a la creación de los primeros instrumentos jurídicos de la república (la codificación de las XII Tablas, en el 451–450 a.C.), que representó un paso decisivo hacia la formalización del derecho romano y la limitación del monopolio aristocrático sobre la justicia.
En conclusión, este periodo marcó la fundación de un sistema político que, aunque inicialmente oligárquico, sentó las bases de la flexibilidad institucional y la capacidad de adaptación que caracterizarían a Roma durante siglos.
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Tras la sonada derrota de la Armada Invencible en 1588, el gobierno de Isabel I de Inglaterra, con el apoyo de inversores privados y del almirantazgo, organizó una imponente expedición militar conocida como la Contraarmada o “Invencible inglesa”. Su objetivo era múltiple: destruir los restos de la flota española, impedir su reconstrucción, ocupar Lisboa fomentando una rebelión contra el dominio filipino, y debilitar al Imperio hispánico en el Atlántico. Liderada por Francis Drake y John Norreys, la expedición fue la más ambiciosa jamás lanzada por Inglaterra hasta entonces.
La empresa partió con cerca de 25.000 hombres entre soldados y marineros, una flota de más de 180 naves y grandes esperanzas de éxito. Sin embargo, la realidad fue muy distinta. En La Coruña, primer objetivo de la campaña, las tropas inglesas se toparon con una feroz resistencia organizada por los civiles y soldados locales, destacando figuras como María Pita, símbolo de la defensa. Tras una dura derrota, la flota siguió rumbo a Portugal, donde esperaba desencadenar una sublevación contra Felipe II.
En Lisboa, sin embargo, el pueblo portugués no se levantó, y la guarnición resistió con firmeza. Además, las tropas inglesas estaban diezmadas por las enfermedades, la desorganización, el hambre y la falta de apoyo local. La expedición acabó en un rotundo fracaso militar y humano, con más de 11.000 muertos, cientos de barcos hundidos o averiados, y ningún objetivo conseguido. Lejos de provocar un colapso español, la Contra armada supuso una inesperada victoria para Felipe II y fortaleció la posición defensiva del Imperio.
Durante siglos, este episodio fue silenciado en la historiografía inglesa, eclipsado por el mito de la victoria frente a la Armada Invencible. Solo en tiempos recientes ha sido estudiado con mayor atención, revelando su verdadera magnitud y su impacto en la guerra anglo-española (1585–1604). Desde el punto de vista histórico, la Contra armada fue no solo una respuesta fallida, sino una lección sobre los límites de la ambición imperial inglesa y sobre la capacidad de recuperación del poder naval hispánico a finales del siglo XVI.